De vez en cuando me viene a la memoria mi perrillo
de cuando era pequeño. No era un perro de raza, ni grande, ni de esos que te
saben dar la pata, ni de los que hacen mil piruetas dejándote asombrado y con
la boca abierta, pero para mí era el mejor de todos, era mi perrillo.
Siempre me han gustado los animales, pero mi
madre, más reticente a ellos, porque por norma general le iba a tocar cuidarlos
a ella, nunca me dejo tener uno, y mira que hice intentos. Cada vez que
tenía la posibilidad de llevarme un cachorrillo a casa lo hacía. Y siempre la
misma historia. Llegaba a casa contento y feliz con mi nueva mascota, con una
sonrisa de oreja a oreja, hasta que traspasaba el umbral y con las mismas mi
madre me la quitaba de un plumazo enviándome de vuelta a la casa del dueño que
me lo había dado para devolverlo. Daba igual que llorara, que intentara
convencerla para que me lo quedara o que me pusiera cabezón diciendo que no lo
iba a devolver, y yo por aquella época podía ser muy cabezón, pero daba igual,
siempre mi madre daba al traste con mis ilusiones y tenía que deshacerme de él.