Otra de las leyendas que se suelen
contar en Yepes y siempre ha despertado mi curiosidad, es la del origen de
cierta fiesta religiosa que todos los años se celebra justo el viernes
posterior al Corpus Cristi. También es el origen del escudo de Yepes un león
rampante manteniendo entre las zarpas una custodia.
Siempre me ha atraído esta historia
tantas veces recordada pero tan poco descrita. Por lo que un día me decidí a
buscarla y, buceando mucho por la historia de mi pueblo, llenando mis manos del
polvo de libros almacenados y olvidados, pasándome horas como ratón de
biblioteca leyendo manuscritos en antiguo castellano, al fin conseguí
encontrarla. Y, para que no vuelva a perderse en el olvido, he decidido
reescribirla en estas hojas. Así, todos los yeperos de nacimiento,
adopción o cualquiera que sea su unión con este lugar lo recuerde lleno de
orgullo. No por las muertes y lo que aquí suceda, sino por el valor, coraje y
valentía que derrocharon estos humildes campesinos en pro del honor de su
pueblo.
Corría el
siglo XIII después de cristo. La resaca de la celebración del corpus
Cristi en la villa de Yepes aún se notaba en cada rincón del pueblo. El olor a
tomillo fresco, hierbabuena e incienso se sentía en todo el lugar. Las calles
por donde recorría la procesión aun mostraban sus mejores galas. Los santos y
vírgenes que habían esperado y acompañado al cuerpo de cristo el día anterior aún no habían sido recogidos. Los cantos que se reproducían en esas estaciones desde antaño aún se podían escuchar en cada rincón. Todo el mundo estaba en su casa descansando del largo día anterior. Sólo Felipe, el sacristán de la parroquia se mantenía en su puesto de trabajo ordenando enseres, quitando los restos de cera del suelo y limpiando la iglesia para que al día siguiente estuviera lista para las celebraciones.
vírgenes que habían esperado y acompañado al cuerpo de cristo el día anterior aún no habían sido recogidos. Los cantos que se reproducían en esas estaciones desde antaño aún se podían escuchar en cada rincón. Todo el mundo estaba en su casa descansando del largo día anterior. Sólo Felipe, el sacristán de la parroquia se mantenía en su puesto de trabajo ordenando enseres, quitando los restos de cera del suelo y limpiando la iglesia para que al día siguiente estuviera lista para las celebraciones.
Ernesto, el
sereno, también paseaba, haciendo su ronda, por las oscuras calles fundiendo
sombras y volviéndolas a generar a su paso. El silencio acompañaba su
paso, junto al tintineo de las llaves que cerraban las puertas de la localidad
colgadas de su cinto y el balanceo, hacia delante y atrás, del farol de aceite
que pasaba de una mano a otra y que, por el momento, llevaba en su mano derecha.
La posada de
la mujer alegre, como todas las noches, mantenía sus candiles encendidos a
pesar de que muchos de sus parroquianos se hallaran reposando sus cabezas
en las mesas adoptando posturas inverosímiles con las jarras de vino peleón en
la mano.
Algunos
roedores, aprovechándose de la cobertura que la noche les proporcionaba, hacían
suyas las calles, callejones y escondrijos en busca de alimento, siempre y
cuando, las pequeñas patrullas de gatos
callejeros que pululaban por esos lugares no les emboscaran terminando, gatos y
ratones, en una lucha en la que podrían perder su vida.
A las afueras
de la villa todo permanecía tranquilo. Algunos rescoldos de hogueras casi
apagadas se entremezclaban con la oscuridad y daban la nota de color al
ambiente fundido de sombras y luz plateada que la luna juguetona en esa época
del año creaba todas las noches.
En una de
esas hogueras Rasid se mantenía alerta, controlando que el fuego no se apagara
del todo mientras observaba, una y otra vez, la luna, esperando a que llegara
al punto del cielo acordado. Sus compañeros estaban tumbados en sus mantas
roncando.
La breve
incursión del día anterior, en plena celebración del Corpus les había salido
cara. En un principio, los exploradores del ejército Sarraceno que se agrupaba
a varios kilómetros de la villa, habían declarado que ese pueblo era muy fácil
de conquistar. Sólo un puñado de hombres podrían, sin apenas dificultad,
arrasar con aquellos campesinos, quienes, su mayor preocupación era parecer
buenos cristianos a los ojos de los demás pero, en cuanto la clase eclesiástica
se daba la vuelta y dejaba de controlarles, llenaban los burdeles y tabernas en
busca de diversión.
El plan de
los sarracenos era sencillo. Atacarían en plena procesión del Corpus Christi,
donde habría muchas mujeres y niños. Los hombres estarían más pendientes de las
celebraciones que de su propia seguridad. Así, los pillarían por sorpresa y, en
un abrir y cerrar de ojos, se harían con el control del pueblo. Les harían
probar a los gobernantes y a cada uno que osase rebelarse el sabor del metal. Los
despojarían de sus bienes. Violarían a sus mujeres. Esclavizarían a cualquier
niño que pudiera andar por sí mismo. Sería pan comido.
Pero no
contaban con la realidad del pueblo. Ni tampoco de la traición de uno de sus
más altos capitanes, Hakkan. Hakkan era un musulmán puro, su origen databa de
la época del profeta Mahoma. Sus antepasados fueron de los primeros que
abrazaron la ley verdadera de Alá. A medida que la religión musulmana se
expandía conquistando nuevos territorios, desde la ciudad de Medina donde
Mahoma creo su primera comunidad, se fueron trasladando por el sur de África,
pasando por Egipto, el Magreb, llegando a España a principios del siglo
VII. Cruzaron la península y se instalaron en una pequeña villa, prácticamente
aldea, donde fueron acogidos sin preguntas como una familia más dentro del
pueblo.
Allí
convivían pacíficamente otros musulmanes, junto a una pequeña congregación de
judíos y una gran mayoría de cristianos. Sus antepasados comenzaron a trabajar
la tierra como jornaleros. Trabajaban sin descanso de sol a sol codo con codo
con otros habitantes del pueblo. Nadie les preguntó sobre sus orígenes.
Respetaban sus creencias y, como trabajaban duro, no tuvieron nunca ningún
problema con los otros lugareños. Poco a poco se fueron asentando y labrando un
futuro en aquella pequeña localidad. Así
fueron perdurando generación tras generación hasta que nació Hakkan.
Cuando era
pequeño, en una de las incursiones sarracenas a lo largo de la provincia, fue
raptado e incorporado a su causa. Le enseñaron a matar, a no ser clemente, a
odiar a todo aquello que oliera a cristiano, a ser una máquina sin
sentimientos ni otros deseos que la guerra a favor de Alá. Todo lo que se hacía
en su nombre era bueno. Matar al infiel le reservaba un sitio en el paraíso y
cuantos más infieles murieran bajo su espada mejor era el lugar que ocuparía en
el paraíso. Pero, no lo consiguieron del todo. En un rincón oculto muy dentro
de él siempre tuvo a su familia y sus amigos cristianos en el
recuerdo.
Tiempo más
tarde. Cuando llegaron a los límites de la villa que querían arrasar, tres días
antes del día del Corpus, los recuerdos de su niñez se agolparon en su mente.
Mientras recorría los límites a una cierta distancia pudo volver a ver donde
jugaba con su amigo Jimeno, la parte de la muralla por donde se escapaba a las
huertas para recoger fresas con su hermano mayor Hamman, la fuente romana donde
iba su madre y su hermana a lavar la ropa,..
No podía
permitir que todos aquellos a los que había tenido cariño alguna vez a lo largo
de su vida murieran por su culpa, por lo que la noche del miércoles, cuando a
sus compañeros generales habían decidido la mejor estrategia para el ataque, se
escabulló en busca de sus antiguos conocidos.
Entró a la
localidad por una de las grietas sin vigilancia de la muralla que llevaba
varios meses en reparación disfrazado de labriego. Las ropas las consiguió en
una de las cabañas que se diseminaban entre las tierras de labor. Llegó a una
de las posadas que había abierta y sin llamar apenas la atención localizó donde
vivía Jimeno y su familia. Les contó los planes que el ejército invasor
tenía y volvió protegido por la noche al campamento.
Al día
siguiente los Sarracenos sabían, de antemano, que ese día las puertas de la
villa iban a estar más desprotegidas que de costumbre y completamente abiertas.
Los lugareños estarían muy ocupados en la celebración de uno de los días más
grandes para los cristianos junto con la semana santa y la navidad. Los cogerían
por sorpresa. Les arrebatarían su falso ídolo y lo profanarían mientras ellos,
incapaces de reaccionar por el miedo y la sorpresa, se mantendrían inmóviles
aletargados por el miedo.
Pasaron los
días y llegó el Jueves del Corpus. Los habitantes de la localidad estaban
preparados para combatir. Se pusieron sus mejores galas y bajo ellas se
escondían, cuchillos, dagas, pinchos, espadas, largos clavos y cualquier cosa
que se pudiera esconder para luego ser usada como arma. Muchos habían avisado a
familiares de los alrededores para que los ayudasen en caso de necesidad. El
pueblo se había llenado de gente para celebrar el Corpus y defenderlo si al
final hacía falta.
Con todo, a
las 12 en punto comenzó la procesión. Media hora más tarde la procesión llegaba
a la puerta de Madrid o San Miguel. Y
allí se desencadenó la batalla.
El ejército Sarraceno
se despojó de sus disfraces con los que se había infiltrado y envalentonado, al no haber sido descubierto,
cerró las escapatorias de las calles adyacentes por la que circulaba la
procesión y comenzó su intento de asalto a la carroza. Los habitantes del
pueblo, viendo lo que se les venía encima, también sacaron todo lo que llevaban
debajo de los ropajes y se lanzaron a por los invasores. En toda la calle se
sucedían, sin orden ni concierto, cuchilladas, silbidos de alfanjes al romper el aire, gritos
de dolor, algunos miembros rotos, otros cercenados total o parcialmente,
hombres y mujeres de un bando u otro caídos en los adoquines y marabuntas aplastando
soldados enemigos.
Uno de los
sarracenos consiguió subir a la carroza y fue derribado por el golpe de un
crucifijo lanzado por uno de los sacerdotes que acompañaban a la procesión. Al caer
al suelo fue pataleado y pisoteado.
Tras intensos
minutos de lucha, los invasores que aún quedaban con vida echaron patas y
salieron corriendo dispersados huyendo de la batalla. La lucha terminó. Los
Yeperos celebraron la victoria y continuaron la procesión sin saber lo que les
esperaba al día siguiente.
Continuará...
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