miércoles, 21 de diciembre de 2011

una vida tras su recuerdo

La música comenzó a sonar. El gramófono que tenía a mi lado giraba el disco de pizarra hiriéndolo suavemente con la pequeña aguja lectora. A su vez el cono amplificador comenzaba su grave sonido.

“Quiso Dios, con su poder...”- La gran voz de Estrellita Castro inundaba la habitación, cantando Suspiros de España.

El sillón en el que estaba sentada apenas podía soportar mi peso. Notaba como a cada movimiento sus patas se quejaban, chirriaban, intentando abrirse para poder así escapar de tan grave penuria a la que estaban sometidas día a día. Sin embargo, la cola que mantenía unidos sus travesaños aún aguantaba imperturbable. El maestro ebanista, al menos con ese mueble, había hecho un buen trabajo.

Ya llevaba muchos años encerrada en aquella lujosa cárcel. Mesas, sillas, sillones y demás muebles eran mis humildes carceleros. Todos aquellos enseres que había recopilado durante toda mi vida me observaban implacables y silenciosos dispuestos a dar la voz de alarma al menor movimiento en falso que mi cuerpo osase hacer.

Lo único bueno de mi prisión es que desde mi trono podía contemplar la calle. Ver como la gente paseaba por la acera ajena a todo lo que sucedía a su alrededor, hablando, riendo, discutiendo. Los niños correteaban alrededor de sus madres. Mientras, ellas se quedaban absortas mirando los últimos diseños que habían traído de París. El reflejo de aquellas mujeres en los escaparates, unidos a sus movimientos, las descubrían  imaginándose como quedarían en sus cuerpos esos caros ropajes puesto que, para la mayoría, no estaban al alcance de sus bolsillos.



Al calor de esta maravillosa visión tomé mi pitillera de plata donde tenía guardado uno de los pequeños vicios que aun, aunque fuera a escondidas de mi hija que decía que ya era muy mayor para fumar y beber, me mantenían viva. Extraje de ella un pequeño cigarrillo y, como una de tantas veddetes de los años 20 que saltaban al escenario prácticamente desnudas, coloqué el pitillo en una larga pipa negra y me abandoné a mis pensamientos disfrutando del intenso aroma y llenando mi boca y pulmones de aquel humo embriagador.

“Ay de mi pena mortal porque me alejo España de ti....”-seguía escupiendo la gramola.

Deleitándome con cada calada, mi mente huyó fugaz de aquella prisión, como un  pajarillo que escapa de su jaula e inicia el vuelo hacia la libertad, remontándome a tiempos mejores. Recordé mis tiempos de niña en la pequeña aldea donde por primera vez mis huesos tocaron este mundo. Allí me ensuciaba y divertía con los niños de mi edad. Me llegó por primera vez el amor, el primer beso, mi primera vez... Julián, siempre fue Julián, el niño por el que todas suspiraban, pero que con esfuerzo y un poco de picardía conseguí yo.

Uno de esos días en los que Julián y yo disfrutábamos de una pequeña intimidad, mientras su mano acariciaba uno de mis pechos, nos sorprendió mi padre. Me sacó a bofetones del pajar donde los dos habíamos hecho nuestro nidito de amor, arrancándome para siempre de su lado y enviándome con una tía suya a uno de tantos internados para señoritas que por aquella época estaban tan de moda. A partir de aquel momento no supe nada más de mi compañero de juegos. No sé si sería por pereza o miedo, pero nunca quise imaginar que es lo que haría un padre tan influyente, en aquel pequeño lugar, como el mío en aquella época.

Después de varios años oculta en aquel colegio de monjas, mi cuerpo, sin darse apenas cuenta, había experimentado un enorme cambio. Mi figura se estilizó haciendo de mi una jovencita por la que los puños de más de un hombre se habrían llenado de sangre. Pero otra vez apareció en escena mi querido padre y, como en las grandes familias reales de la época, me tenía ya apalabrado matrimonio con el hijo de un comerciante amigo suyo.

Reacia en un principio, al final accedí al trato. Mi padre cuando quería una cosa podía llegar a ser muy convincente. Aunque de vez en cuando volvía a recordar a Julián, aquellos fueron bonitos años. Nació mi hija, nos fuimos a vivir a la gran ciudad, tuvimos suerte en los negocios, organizábamos grandes cenas sociales,... Conseguí ser feliz.

Con el tiempo, mi fina figura fue tomando formas más orondas. Los felices años desaparecieron y poco a poco fui encerrándome en aquel enorme piso donde vivía rodeada de recuerdos. Se terminaron las fiestas. Mi marido pasó a mejor vida. Me confine en mi actual cárcel.

El cigarro llego a su fin. Ya en la punta de la fina pipa solo quedaba como recuerdo un fino cilindro de ceniza pegado a una colilla que añoraba tiempos mejores, cuando aun el papel, el tabaco y todas las demás partes formaban uno y se encontraba dentro de mi lujosa pitillera. Volví al mundo real y mis oídos escuchaban de fondo la música.

“...y el eco llevará de mi canción a España en un suspiro.” - La gran Estrellita Castro terminó la canción. La pequeña aguja, el cono amplificador y el  motorcito del gramófono cesaron de realizar sus pequeños ronroneos.

En ese momento, mi boca se abrió, llenando los pulmones con todo el aire que mi gastado aparato respiratorio podía conseguir de una bocanada, para momentos después expulsarlo con toda fiereza. Al momento de la espiración todo mi cuerpo se estremeció soltando, además del gas que inundaba mis pulmones,  mi último aliento, dejando mi cuerpo inerte. Y en un suspiro mi alma recorrió España.

Nunca había imaginado volver a pasear por las calles de aquella ciudad. El destino o, más bien, su obstinada idea, que había ido madurando un tiempo antes en su mente, le condujo de vuelta a aquella urbe donde su vida, hace ya muchos años, tomó una dirección distinta a la que siempre había soñado

Desde que la pisó por última vez, mucho había cambiado aquella población. Sus casas unifamiliares de apenas dos pisos se habían convertido en grandes bloques de viviendas multiculturales tan altos que sólo alzar la mirada le producía vértigo. Las calles embarradas habían dejado paso a  una gran alfombra de pequeñas piedras pegadas e impermeabilizadas con un negro producto derivado del petróleo que dejaba un fuerte olor que penetraba en los pulmones. El asfalto. Los carros, carruajes, carretas, mulos y caballos prácticamente habían desaparecido. En su lugar, una suerte de carruajes provistos de un ruidoso motor a explosión poco a poco habían tomado el monopolio de las calzadas con toda clase de personas en su interior.

Asombrándose de todos estos cambios llegó a su destino. Uno de esos ingentes edificios le esperaba a sus pies. Un inmenso portalón de hierro forjado flanqueaba su paso ocultando celosamente el interior del inmueble de miradas indiscretas.

Inconscientemente millones de dudas se agolparon su mente provocando un gigantesco atasco en sus gastadas neuronas. Quedó unas décimas de segundo paralizado, sopesando la situación. Sus pies realizaron un ademán de volver sobre sus pasos y echar a volar hacia cualquier dirección lejos de aquel umbral.

Un rayo de lucidez le devolvió a la realidad.

-”Donde vas. Después de tantos años has conseguido las fuerzas suficientes. Sólo te queda pasar una puerta y subir dos pisos. Es ahora o nunca. ¿Vas abandonar estando tan cerca del final? Nunca te lo perdonaras como huyas.”- Le grito con toda su fuerza un pequeño rincón de su cerebro.

Reunió toda la energía que pudo encontrar en su cuerpo y con decisión atravesó el umbral del edificio. Cruzó el gran recibidor lleno de plantas. Se observó en el espejo que cubría todo el lado derecho del portal y aumentaba la sensación de grandeza que de por sí ya tenía la estancia. Introdujo su cuerpo en el ascensor que había en el fondo y pulsó el número 2.

Al salir del ascensor, de nuevo las dudas allanaron su mente como un sigiloso ladrón. Como había sucedido unos minutos antes, las descartó y dirigió su dedo hacia el interruptor que accionaba el timbre. Lo pulsó una vez, dos, tres,..., golpeó la puerta. Puso el oído en la madera esperando oír algo en el interior del piso. Esperó respuesta unos cuantos minutos. Nadie abrió. Sus ilusiones se desvanecieron. Pero al menos lo había intentado.

Tomó rumbo de nuevo al ascensor. Una puerta se abrió a su espalda. Contuvo la respiración. El corazón le dio un vuelco. Su cara tomó color. Se ruborizó como un quinceañero.

-Buenas tardes, ¿busca usted a la señora Andrea?- La voz de una mujer  le hizo darse la vuelta torpemente.

-”Ehh...Hola...Sí, busco a Andrea Montes. Somos viejos amigos. Me llamo Julián Vargas. Hace tiempo que no nos vemos.”- Respondió atropelladamente.

-Entonces no sabe nada, ¿verdad?

-¿Qué es lo que debería saber? ¿Ya no vive aquí Andrea? ¿Me he confundido de casa? ¿Se ha mudado? ¿No la habrán llevado a un asilo?

-No. No es exactamente eso. El piso era de la señora Andrea. Pero no se ha mudado. Hace un mes murió.

La fuerza de la gravedad cayó de sopetón sobre los hombros de Julián haciéndolos encoger de golpe. Su rostro volvió a llenarse de arrugas a la vez que se ensombrecía. Las fuerzas le abandonaron y volvió a sentirse un mueble viejo olvidado en un oscuro rincón. Sufrió la misma sensación de abandono que cuando sus hijos, engañándolo y haciéndolo creer que iba a ir a una residencia digna, lo mandaron de una patada al asilo de San Jerónimo.

Dio varios pasos hacia atrás. Tuvo que apoyarse en la pared para evitar caerse de espaldas.

-Perdone, no sabía que le fuera a afectar tanto. Si quiere puede pasar a la casa de mi señora, que ahora no está, se sienta y le doy un vaso de agua hasta que se tranquilice un poco.-Le dijo la mujer con un grave gesto de culpa.

-Gracias un poco de agua no me vendrá mal... La verdad que era lo último que me esperaba...- Respondió el anciano en un hilo de voz.

Entraron los dos juntos a la vivienda. Julián se apoyaba en el hombro de la sirvienta. Apenas podía mantenerse solo en pie. Llegaron a la cocina y la criada le ofreció una silla y un vaso de agua que Julián bebió a pequeños sorbos mientras su cuerpo, poco a poco, iba tranquilizándose.

Varios minutos después, el anciano ya estaba más calmado. Sus manos no temblaban. Sus mejillas habían tomado un color rosáceo, ya no estaban pálidas. En su rostro se podía imaginar una pequeña sonrisa.

-Siento de nuevo lo que ha pasado. Mi señora dice que suelo ser muy directa...y a veces es mejor tener la boca callada. Por cierto, me llamo Margarita, que con todo este lío se me había olvidado.- Con voz baja, casi susurrando, dijo ella.

-No te preocupes Margarita, me lo tenía que haber imaginado... Ya en esta edad es lo que toca. Ya sólo somos unos viejos inútiles que no hacemos más que estorbar.

-No diga usted eso, Julián, que la vida siempre nos da alegrías cuando uno menos se lo espera. Si quiere le propongo algo que a lo mejor puede alegrarlo. Imagino que lo que ha traído no lo querrá desperdiciar, ¿verdad?- Una idea atravesó la red de neuronas del cerebro de la mujer como un tren de alta velocidad. A la vez su mano señalaba una mesita al otro lado de la habitación

Julián ya no se acordaba del presente que llevaba consigo. Nunca se habría imaginado que, de aquella preciosa chiquilla que conoció siendo aun un adolescente, sólo existiera su recuerdo. El conocimiento de la verdad había turbado enormemente su mente, su cuerpo y, porque no, también su corazón.

Tomó un largo trago de agua. Momentos antes la sirvienta le había vuelto a rellenar el vaso. Estiró todo su cuerpo emitiendo un suspiro. Logró  convencerse de la abrumadora realidad. Andrea estaba muerta. No era todo un sueño.

-Proponga lo que tiene en mente. Ya no tengo nada que perder.-Al final consiguió decir con un serio gesto de resignación.

-Pues al menos despídase de ella. Yo le acompaño al panteón donde Andrea está enterrada. Estuve en su sepelio, por lo que sé donde la enterraron.-La doncella ilumino su cara con una sonrisa de complicidad.

El anciano aceptó la idea. Margarita, contenta de poder hacer algo por el anciano, le ayudó a levantarse. Cogieron el presente y se encaminaron los dos juntos hacia la calle. Una vez allí tomaron uno de aquellos sonoros carruajes que tenía un gran depósito cilíndrico en la parte de atrás. Era un taxi de gasógeno. Este tanque comenzaba en la zona baja del vehículo, elevándose por toda la parte trasera y terminando  varios centímetros por encima de la capota del mismo.

Tras varios minutos, el traqueteante taxi paró. Durante todo el trayecto Julián  le había contado, a grandes rasgos, como conoció a Andrea y como se desarrolló su vida a partir de entonces.

Bajaron del vehículo y sus ojos se toparon con un gran pórtico formado por tres arcos de medio punto sostenidos por unas columnas dóricas y terminados, cada uno, por un friso con diferentes representaciones de la muerte y resurrección de  Jesús. Entre arco y arco se elevaban unos amplios contrafuertes del mismo material que éstos, terminados en unos  alargados conos con estrías y rematados en una gran esfera con un disco de puntas en su base en forma de plato. En los extremos de esta arcada,  se situaban ambos pórticos gemelos compuestos por 8 arcos semejantes a los principales, otro, a cada lado, con unas columnas bastante más grandes situados en cada esquina y concluía con otros 4 arcos similares a los anteriores que estaban girados 90 grados.  La imagen de este conjunto evocaba al visitante la visión, un poco efímera, de la plaza mayor de la ciudad.

Juntos cruzaron el umbral que separaba el camposanto de la ciudad. Al otro lado, otra gran ciudad, ésta muchísimo más silenciosa que la que habían dejado atrás, se extendía hasta donde su vista alcanzaba. Lentamente fueron cruzándola. A su paso todas las esculturas, tomando forma humana, giraban la cabeza, curiosas, al ver aquellos dos extraños, uno agarrado al otro, pasear por aquella apagada urbe sin dirección alguna, al menos aparentemente, mientras se fijaban cada casa observando las personas que algún día vivieron fuera y que, lamentablemente, en algún momento de su vida quedaron relegados para toda la eternidad en esos pequeños edificios que se extendían bajo tierra.

En su camino se toparon con unas escaleras. Las subieron. Al llegar arriba, Margarita tomó un camino que se escondía a la izquierda, tras un enorme mausoleo. Pasaron al lado de unas cuantas de sepulturas idénticas como  una pequeña urbanización de extrarradio. Julián no perdía detalle del camino por donde sus pies pasaban. Su mente guardaba cada imagen tomada por sus ojos en la galería adecuada para poder, en algún momento que  lo necesitara, reconstruir el trayecto.

Detrás de la colonia fúnebre, la asistenta paró en una humilde lápida rodeada por una verja de hierro forjado pintada de negro. Al lado se quedó el anciano mirando el mármol. Leyó las letras esculpidas en la piedra. En efecto, ahí estaba el nombre de Andrea junto a otro que no conocía. Eladio Martín González.

-Pobrecita. Sola se quedó tras morir Eladio, su marido. Y sola murió. Con lo buena que fue toda su vida...- Dijo Margarita negando con la cabeza. Una lágrima perdida que había escapado de su seguro refugio en el ojo le iba recorriendo la mejilla. Se persignó y terminó rezando una pequeña oración entre dientes.

Julián hizo lo mismo. Como un bebé que para aprender usa la imitación de gestos se persignó, bajo levemente la cabeza y, como su compañera, en voz baja, murmurando, recitó la misma oración.

-Si quiere le dejo unos momentos a solas para que pueda despedirse tranquilamente de ella. Yo le espero el tiempo que necesite. Si usted quiere. - Comentó  la mujer al ver que su compañero había terminado de rezar. Su voz sonó extremadamente dulce.

-Muchas gracias Margarita, ya ha hecho demasiado por mi hoy. Me sentiría muy culpable si su señora la echara en falta. Muy a mi pesar he consumido mucho tiempo del que usted dispone. Gracias, de nuevo, por toda su ayuda. Nunca la olvidaré. - Dijo Julián con los ojos llorosos.

-Para cualquier cosa que necesite ya sabe donde estoy. No ha sido molestia, por dios no diga eso. Es lo mínimo que podía hacer por usted después del disgusto que le he dado. Además ya era hora que visitara a mi vecina. Ya le he dicho que siempre he tenido un cariño especial hacia ella.

La pareja se fundió  en un cálido abrazo que duró una eternidad. El viejo tocó con los labios la mejilla de la mujer convirtiéndolo en un dulce y cariñoso beso.  Margarita evocó los momentos cuando su padre hacía el mismo gesto y dejaba un calor similar al de esos labios en su carrillo.

Momentos después, la pareja se separó. La mujer dio media vuelta y comenzó a alejarse del lugar. Julián la siguió con la mirada hasta que desapareció, entre tumbas, cipreses y mausoleos, de su campo de visión. Ahora estaba solo con ella, como en su mente había evocado una y otra vez desde que su familia le recluyó en ese lúgubre asilo.

-Hola Andrea, de nuevo nos volvemos a encontrar. Hacía tiempo que deseaba volver a verte, pero nunca había conseguido reunir las fuerzas necesarias para el reencuentro hasta hoy. ¿Sabes que toda mi vida me he preguntado que hubiese pasado si aquel día tu padre no nos hubiera encontrado en nuestro escondite...?   - Julián, sin darse cuenta hablaba en voz alta y, a pesar de que cualquier persona que se pasase por su lado le tachara de demente, siguió su monólogo.-Después de aquel día, se acabó mi vida en el pueblo. Mi padre, por miedo a las represalias que tu padre tuviese conmigo, me mandó a la ciudad sin apenas dinero para sobrevivir. Allí, por suerte, vivía un tío de mi padre que era carnicero y consiguió ayudarme. Me contrató por un tiempo indefinido como ayudante.- El anciano apoyado en el enrejado continuaba hablando.- Tiempo después, cuando ya dominaba el oficio de la carne, me llamaron a filas. Aún la reina María Cristina ejercía como regente en España. Alfonso XII había muerto unos años antes y Alfonso XIII, hijo de ambos y único heredero barón, sólo contaba con 10 años. Todavía le quedaban otros 6 años más  para poder acceder al poder convertido en el nuevo rey del estado español.

-En esa época el eterno conflicto que había con las colonias del nuevo mundo, que aún quedaban bajo el dominio de España, se había recrudecido.  Al puerto de la habana había llegado un barco acorazado americano, el Maine. Y tu padre, que era Teniente Coronel del ejército de tierra, como sabes, estaba al tanto de cuando me tocaba realizar el servicio militar, por lo que usó todas sus influencias en el cuerpo para que mi destino fuese aquella isla por la que tanto España como Estados Unidos rivalizaban. Cuba. -Los cansados ojos del anciano se habían vidriado. Sus retinas estaban fijas en la lápida que había delante de sus pies pero no lograba enfocar la imagen que vislumbraba. La mirada la tenía perdida varios años atrás evocando los recuerdos que su voz relataba. Con la voz quebrada continuó.

-Al principio en aquella isla me sentí totalmente perdido. Era un zombi. No pensaba, ni sentía. Mis sentidos se habían quedado inertes. Apenas conseguía asearme una vez por semana. Mi lugar de descanso era una desgastada, ruinosa, llena de parches y  remiendos, tienda de campaña verde que montábamos en cualquier  lugar al anochecer. No me conocía. Mi única aspiración diaria al levantarme era poder llegar vivo a la noche. Siempre Cuba había sido una isla paradisíaca, un lugar donde cualquier hombre podía encontrar fortuna. Allí, sin embargo, solo encontré muerte y desolación. - Cada vez que Julián recordaba su experiencia en la guerra sus ojos se llenaban de tristeza y su rostro se ensombrecía.

- Todo nuestro esfuerzo no sirvió de nada. La vida de muchos compañeros, que cruelmente fue sesgada en aquella guerra, no dio sus frutos. Al final España perdió las colonias que le quedaban en ultramar, como seguramente leerías en algún periódico. Y los derrotados allí tuvimos que volver a nuestra patria como perros con el rabo entre las piernas. La mayoría de los soldados que luchamos en aquella desastrosa guerra desertamos del ejército e intentamos volver a nuestras antiguas vidas. Volví a la carnicería de mi tío que, como unos años antes, me acogió con los brazos abiertos. En todo ese tiempo, ninguna de todas las mujeres que conocí me consiguió llenar completamente. Un gran hueco había dejado en mi corazón tu recuerdo. Cada noche, cuando me encontraba solo en la habitación que tenía alquilada en una pequeña pensión del centro de la ciudad, te escribía una carta. La guardaba en el bolsillo de la camisa con intención de echarla al buzón, pero al final me arrepentía, por miedo a que no quisieras saber nada de mí, y la carta quedaba en mi camisa hasta que la guardaba en  una caja de zapatos con todas las demás. Entre cartas y mujeres de buena vida, pasaron mis primeros años después de  volver de la guerra.- Julián hizo una gran pausa, se sentía agotado por todo lo sucedido ese día. Miró el regalo que ahora se encontraba justo debajo del nombre de Andrea y reanudó su monólogo.- Con el tiempo, mi vida fue estabilizándose. Me fui olvidando de aquellas mujeres de una sola noche. Me concentré en el trabajo e intenté ahorrar todo el dinero que pude. Por aquella época me encontré con mi antiguo capitán, Diego Alonso Guerrero. Me invitó a cenar varias noches. Quiso persuadirme para que volviera al ejército bajo su mando. Iba a ser su mano derecha. Casi me convenció, pero las marcas de la guerra que habían dejado en mi hicieron más fuerza que la idea de ser un buen sargento, por lo que al final rechacé la invitación. En aquellas cenas conocí a mi mujer. Era una de las sirvientas del oficial. Al principio, apenas me fijé en ella, pero, poco a poco, fuimos coincidiendo en distintos lugares y, por tanto, tomando más confianza, el  uno con el otro, hasta que sin apenas darnos cuenta, surgió el amor. Un año después nos casamos. Tuvimos varios hijos y por fin mi vida se tornó más tranquila y sedentaria. Nos mudamos a una pequeña aldea lejos de esta ciudad. Con el tiempo mis hijos crecieron. Se convirtieron para en mi mayor orgullo. Por suerte, se casaron y consiguieron buenos puestos de trabajo. Me hicieron abuelo. Se marcharon del pueblo donde nacieron y nos dejaron solos. Al principio, cuando sus hijos eran pequeños, nos visitaban a menudo. Pero estas visitas tan asiduas, se fueron disipando con el tiempo como el humo de una chimenea se pierde al ascender al cielo. Y mi mujer y yo nos fuimos quedando cada vez más solos.- Unas campanas comenzaron a sonar de lejos. Con este repiqueo, los empleados del cementerio lograban avisar a todos los visitantes que en media hora se cerraba el recinto. Al oír el ruido de las campanas volvió a silenciar su voz. Una lágrima resbalaba por su mejilla  y al notar la humedad que iba dejando a su paso se la secó con una manga. Miró alrededor, tomo aire y volvio a concentrarse en la foto de la lápida.

- En aquel lugar los inviernos eran duros. Comenzaban casi al entrar en Octubre y no se iban hasta bien pasado Junio. En uno de ellos, Luisa, que así se llamaba mi mujer, cogió una enfermedad mortal. Los periódicos la llamaron la Gripe Española. Aunque en casi todo el mundo esta enfermedad se propagó entre 1918 y 1919, como nosotros estábamos tan aislados, nos llegó la epidemia mucho mas tarde, en 1930. Ese año era muy convulso para el Estado Español. Primo de Rivera había sido obligado a dimitir por la crisis económica y el malestar de muchos ciudadanos con el gobierno. Alfonso XIII, que ya era rey, le sustituyó por Dámaso de Berenguer e intentó volver al sistema de la Restauración. En todos lados se iba mascando la Guerra Civil que ocurriría años mas tarde. Por tanto, en aquella época apenas se podía conseguir nada. Por lo que los medicamentos que se habían creado para curar la gripe no llegaron a tiempo y en ese fatal invierno Luisa murió. Mi familia me trajo consigo de vuelta a esta gran ciudad. Juntos pasamos la Guerra Civil. Tuvimos miedo, hambre, sueño,... Uno de mis hijos tuvo que marchar a luchar con un bando. No quiero acordarme de cual fue. Murió en una de las múltiples escaramuzas que, en cada rincón del país, se producían. Fueron los peores años de mi vida, peor que la guerra en la que luché. Ojalá nunca vuelva a suceder algo así. Al finalizar aquellas persecuciones entre bandos nada era como antes. Había mucho odio, envidias, rencores, sufrimiento y hambre. Sobre todo, y más que todo, hambre en todos los lugares del país. Mi familia ya no se podía hacer cargo de mí, o por lo menos, esa es la escusa que pusieron cuando me  dejaron, junto a mi maleta, en el asilo. Al entrar en ese lugar volvió a mí la soledad y, junto a ella, tu recuerdo y la ansiedad de volver a encontrarte. Ya no era un miedoso joven. Ahora ya no tenía nada que perder. Cogí todos mis ahorros y recursos que tenía al alcance y me lancé, como animal en celo, en tu búsqueda. Y aquí estoy y, aunque sea tarde, te prometo que siempre que pueda volveré a visitarte.- Tras estas últimas palabras Julián rompió a llorar desconsoladamente.

Una de las innumerables esculturas que habían estado escuchando atentamente la historia de aquel desconocido tomó forma humana y se acercó a él. Le tocó suavemente el hombro izquierdo.  El calor del  inesperado contacto hizo sobresaltar al viejo.

-Buenas tardes Julián. Siento haberle asustado, no era mi intención. He estado escuchando todo lo que ha dicho. -Julián giró la cabeza hacia donde la voz le hablaba. Se quedó petrificado. Ahí estaba ella. El rostro que tanto había recordado en sus momentos de soledad, volvía a tenerlo  frente a él. Los años no habían pasado  para ella. No podía creerlo. Si sólo unas horas antes Margarita, la criada del piso de al lado, le había dicho que había muerto, ¿cómo podía estar ahí físicamente? ¿Cómo podía notar el calor de su aliento, sentir la mano estaba posada en su hombro? Su mente se negaba a encontrar un hilo de luz para explicar aquello.

-¿Andrea, de verdad eres tú? ¿No has muerto?-El rostro del anciano estaba pálido mientras su boca intentaba traducir todas aquellas ideas y preguntas que se iban amontonando, provocando un enorme cuello de botella, en su cerebro.

-Lamentablemente no Julián. No soy Andrea. Me llamo Isabel. Soy su hija. Mi madre siempre me ha hablado mucho de usted. Siempre quiso saber que le sucedió después de que mi abuelo os encontrase juntos, pero, por miedo, nunca se atrevió a buscarle. Le hubiese gustado mucho volver a verlo.- El otro brazo de la desconocida arropó el cuerpo del viejo llegando a abrazarlo. Así se quedaron un largo periodo de tiempo.

Julián no sabía que decir. Aquel abrazo que estaba recibiendo era mucho más de lo que había recibido por parte de su familia en años. Sus enrojecidos ojos  volvían a vidriarse. Esta vez se sentía feliz. Al menos sabía que Andrea no le había olvidado en todos estos años. La joven rompió el silencio.

-Julián, ya es un poco tarde. Mi chófer me está esperando en la entrada, para volver a casa. Este no es lugar para que una persona mayor se quede sola a estas horas. Hoy se viene a mi casa y mañana dios dirá. Es lo que mi madre habría deseado que hiciese. Si quiere mañana volveremos a hacerla una visita. Yo suelo venir todos los días.

Isabel  le enseñó una foto que llevaba guardada siempre en su monedero. En ella se había grabado, para siempre, la imagen de una joven Andrea, no contaba más de 22 años, junto a una pequeña niña con coletas y pelo rizado, sentadas, ambas, en un banco de madera bajo  un gran almendro. Era un día de San Isidro.

Con un leve movimiento de cabeza, Julián asintió cediendo a la proposición que la joven le había hecho. Había tenido demasiadas sorpresas aquel día. Los dos juntos se marcharon de aquel lugar tomando rumbo a la salida. En la humilde tumba ya solo quedaban sus perpetuos habitantes y el regalo que Julián había dejado. Un enorme ramo de flores con 50 rosas, una por cada año de separación, se situaba justo bajo el nombre de la fallecida como recuerdo del amor que hubo entre los dos.

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